Dos anécdotas cienfuegueras


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I: Comadreo aldeano

Asegura un refrán que “pueblo chiquito, infierno grande”. Y, según parece, esa máxima le venía como anillo al dedo a Cienfuegos en los años siguientes a su fundación por un puñado de franceses llegados de la Luisiana.

Un mal día se estableció en la cienfueguera finca Las Calabazas una viejecilla, sobre la cual no tardó en cebarse la chismografía poblana.

Como la nueva vecina era versada en botánica medicinal, las comadres del villorrio la tacharon de bruja, preparadora de mejunjes con grasa de bebitos asesinados.

Si se desataba una epidemia de tercianas, si el ganado moría por la peste, si a alguien le daba una alferecía... las chismosas aldeanas culpaban de sus infortunios a las prácticas diabólicas de la vieja.

El asunto terminó de complicarse cuando las curaciones de la anciana les arrebataron alguna clientela a los médicos Mongenié y Vallejo, y al boticario Lanier.

Don Luis de Clouet, el tiránico fundador de la villa, le dio dinero a la vieja, y la convenció de que para ella era más seguro abandonar la Perla del Sur.

Desde entonces, cada vez que alguna de las chismosas cienfuegueras desatendía sus deberes maternales para andar preguntando por la anciana, don Luis le contestaba con ironía:

—Señora, la vieja de Las Calabazas se fue, noticiándome que está dispuesta a volver, si la ocasión se le ofrece, para apoderarse de los niños cuyas madres no los vigilan como es debido. Pero yo lo impediré, castigando a la que tal haga.

             II: Prohibidos los lugares perniciosos

El fundador de la población, Luis de Clouet, era todo un señor de horca y cuchillo. Soberbio y autoritario, fomentaba contra los vecinos un férreo espionaje, que lo mantenía informado de todos sus actos, incluso los más íntimos. Era tal su impopularidad que en 1821 sufrió un atentado, a resultas del cual fue herido en un brazo.

Por otra parte, no era De Clouet precisamente lo que se llama un amigo de la cultura.

Así, una vez los vecinos opinaron que la villa necesitaba un lugar de instrucción y recreo, donde los cienfuegueros ejercitasen las bellas artes. Con ese fin, una comisión de principales gestionó ante el patriarca tal aspiración.

La respuesta que recibieron fue de las que hacen historia, pues De Clouet les dijo a los emisarios, sin andarse con rodeos:

—Mientras yo viva, aquí no voy a permitir que se establezcan sitios de vagancia y malas costumbres.


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