El pan con frita de la esquina


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Soy de una generación de cubanos que siempre tiene cosas para contar. Nuestras vivencias van de lo exquisito a lo inverosímil, pasando por lo grotesco y, por supuesto, lo surrealista. Y no niego que en otras partes del mundo existan personas de esta misma generación que hayan tenido vivencias que de alguna forma se vinculen con las nuestras. 

Mi generación es aquella que tuvo el privilegio de nacer en los años sesenta y que para algunos comenzó su ocaso una vez que llegaron las redes sociales; que miradas fríamente no fueron más que una transición hacia lo desconocido y nos condenaron a ser una letra más del alfabeto; solo que letra final.

En resumen. Somos una generación de leyenda con sus propias leyendas; que en mi caso particular se han convertido en recurrencias constante en nuestros encuentros de los viernes en la tarde.

Todo comenzó con una vieja foto que trajera uno de nuestros cofrades. En la misma aparecemos muchos de nosotros formados anárquicamente frente a un puesto de fritas, croquetas y tortillas que estaba ubicado en una de las esquinas del preuniversitario Saul Delgado en pleno Vedado; es decir en el cruce de las esquinas de 25 y D.

La foto, que ya acusa el desgaste del tiempo –más de cincuenta años- , nos regresó a aquellos años de nuestra vida en que “éramos jóvenes e indocumentados” y donde nuestra felicidad pendía de bromas y el apoyo paterno en temas económicos.

Eran los años en que comenzábamos a lidiar con barbas incipientes, compartir un cigarro para todos, o simplemente ver pasar el tiempo –no teníamos entonces conciencia de que era una magnitud irrecuperable— sentados en un banco del parque que está frente a su entrada.

Aquel puesto de frita nos salvó muchas veces de esa inacabada sensación de hambre de la adolescencia. Sí, porque no hay nadie más hambriento que un adolescente.

No voy a negar que en aquel entonces no nos importaban las medidas sanitarias, ni el color del aceite en que se freían indistintamente fritas, croquetas o frituras de harina. Lo nuestro era comprar y comer; sobre todo teniendo presente los precios de aquel entonces que no superaban los veinte y cinco centavos cuando se trataba de “tortilla al plato”; servida en aquellos platos de aluminio sin color y que habían sobrevivido a la guerra cotidiana. Su única relación con la higiene era el contacto que tenían con un trozo de gasa que era aplicada entre un servicio y otro.

Aquel puesto de fritas combinaba diversos olores. Primero, en el momento de ser encendido, que dependía del precalentamiento de una cocina PIKE que combinaba alcohol en una primera etapa hasta que la temperatura permitía abrir la llave de acceso a la luz brillante. Después era hora de calentar lo mismo aceite que manteca nitrogenada que no siempre era del día. Y por último, los vapores propios de cada fritura. 

El fondo de aquellas cacerolas –no se incluye el sartén de las tortillas- almacenaba como trofeos de guerra rastros de harina de las croquetas, virutas de las fritas y diminutas partículas del cebollino de la masa de las frituras de harina. Tales sedimentos enriquecían el producto final.

Solo había un inconveniente, si aquella mezcla de aceite, altamente volátil, caía sobre nuestras camisas de escuelas –de color blanco—, podíamos despediros de la misma; aunque en nombre de la verdad nuestras madres minimizaban sus efectos por dos vías: una era utilizando una mezcla de zumo de limón con bicarbonato de sodio y la otra era aplicando sobre la zona dañada todo el talco que fuera posible hasta formar una costra blanca que no siempre resolvía el problema, pero minimizaba sus efectos.

Muchos de nosotros teníamos las “cicatrices de ese momento” en nuestras camisas que milagrosamente nunca llegaron a oler como aquel aceite del puesto de fritas.

Aquellos puestos de fritas se podían encontrar en los lugares más inimaginables de la ciudad. Recuerdo que uno de los más concurridos era el que estaba a la entrada de “la playita de 16” en Miramar; que también era conocida como “el rocan beach”; y era el lugar de reunión de muchos de nosotros bien los fines de semana o en las vacaciones; momento en que religiosamente nos concentrábamos más que en el patio de la escuela.

Aquella cabina –que era lo que parecía en realidad el artefacto de despacho y fritura— era un poco mayor que la que estaba en la esquina del pre y en muchos lugares de la ciudad. Tenía dos empleados y dos cocinas de dos hornillas cada una. Si mi memoria no falla uno de ellos se ocupaba de fritas y croquetas y el otro de hacer las tortillas que en un primer momento se acompañaban con pan y en un segundo y casi a media tarde solo eran “al plato”. Lo mismo pasaba con las croquetas y las fritas.

El tema de las fritas era bastante complicado. Corría el rumor de que eran confeccionadas con subproducto de res que incluían hasta sus genitales. Aun así, tenían un sabor único. Pasado el tiempo aquel rumor fue superado gracias a la influencia y los estudios de don Héctor Zumbado que en una enjundiosa crónica dio detalles de su ingrediente principal: eran subproductos de res, molidos pero que no incluían la virilidad del toro. En resumen, no era otra cosa que picadillo con especies y harina.

Es decir, estaban a medio camino entre una hamburguesa, una albóndiga o un no se sabe qué; pero eran riquísimas y nos protegieron de futuras gastritis, además del aporte de anticuerpos y células fundamentales para nuestro sistema inmunológico. Si porque aquella fritanga que destilaba aceite de color y olor dudoso fue uno de esos manjares que nos definieron como generación; lo mismo que gofio con agua o leche condensada, que los helados de Coppelia o las pizas de la cafetería La Construcción a altas horas de la noche y de las que se rumoraba que el queso aquel que destilaba y nos provocaba quemaduras ligeras era una versión de látex fundido mezclado con puré de tomate. 

Así las cosas, cincuenta años después de esa historia solo sobreviven las croquetas y unas frituras de harina que han perdido encanto. Solo lamento que en la foto de marras no salgan las fritas de aquel puesto de esquina que ya nadie recuerda.


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