No recuerdo exactamente cuándo se comenzó a celebrar de modo oficial el Día de la Cultura Cubana. Eso sí, no olvido que desde mis primeros años de estudios me enseñaron que el 20 de octubre era un día importante en la historia.
De acuerdo con aquella leyenda, ese día don Pedro Figueredo escribió, en una pausa de su cabalgata en la ciudad de Bayamo, los versos de ese himno que estaba aprendiendo y del que debía sentir orgullo. Aquella maestra –hoy perdida en el tiempo, pero siempre presente en mis recuerdos— que me inculcó esa primera noción de lo que es la Patria, fue la persona encargada de encender la luz de la cultura en ese niño de apenas cinco años que cursaba el preescolar.
Poco tiempo después, a la vuelta de un par de cursos aproximadamente, me encontré de frente a la historia de mi nación, solo que esta vez fue un arrebato de lectura tratando de imitar a mi padre. En esos tiempos —mediados de los años setenta—nadie imaginaba la posible existencia de una Feria del Libro. Por esos caminos inescrutables de la vida tuve en mis manos dos libros que definieron mi pasión futura por la lectura y la historia de mi país en particular: Martí el apóstol, en una edición ya gastada por los años, y Hombradía de Antonio Maceo.
Confieso que leí con pasión, aunque no eran libros destinados a niños de diez años. Sin embargo, entendí aquella frase siempre presente de mi maestra de entonces cuando hablaba de José Martí y le llamaba “el apóstol”. Mejor entendimiento de la historia no podía tener.
En esa ruta crítica de entender, conocer y vivir la cultura cubana (en un comienzo), tuvo mucho peso mi adicción a la televisión y su peso en mis juegos infantiles y de pre adolescencia. Junto a mis amigos no dejaba de ver aquellas historias de indios o mambises. Junto a ellos estaba la posibilidad de leer las primeras historias de un Elpidio Valdés que aparecían en ese entonces en el periódico Pionero del que la madre de mi amigo Juan Carlos Alom —hoy uno de los grandes fotógrafos cubanos—, era diseñadora y además nuestra proveedora oficial de esas historias.
Crecí. Abrí, “sin pensarlo/ con toda la ingenuidad posible/ permitida las puertas para que la infancia escapara de una vez” (la frase es del poeta Jesús Coss Cause). Fue entonces que descubrí nuevas “cosas” de esa cultura que comenzaban a interesarme. Escuché hablar por vez primera de José María Heredia; descubrí la poesía siempre inquietante de Martínez Villena y entendí de una vez por todas los Versos Sencillos de José Martí que antes recitaba sin asumir su justa dimensión humana y social o que cantaba —en contra de toda dinámica musical, es decir desafinado—, teniendo como fondo la “Guajira Guantanamera”. También estaba el primer Nicolás Guillén de sus poemas de amor; un José Ángel Buesa para los desamores de la adolescencia y un Agustín Acosta para tratar de ser un filósofo ocasional.
En ese entonces un programa de radio fue un vínculo importante con la poesía cubana. Para mi generación escuchar cada mediodía “Actividad laboral”, y descubrir poemas y poetas cubanos, fue un acto de iniciación cultural importante. La lista pudiera ser extensa. Debo decir que aquel programa de radio, cursi para algunos “culturosos de alto vuelo” de la época, pero un gran curso de poesía cubana, al menos elemental. Pero curso de literatura al fin, que en estos tiempos regresa una y otra vez a mis recuerdos.
Con el paso de los años, las lecturas combinadas con las vivencias y alguna que otra reflexión trivial, aprendí que el hecho de ser culto en materia de artes e ignorar otras facetas de la vida que han conformado la nación aún me hacía ignorante.
Fue en ese momento que descubrí que aquellas largas sobremesas en las comidas dominicales en casa de los abuelos, que las reuniones familiares los fines de año o fechas señaladas, también eran parte de esa cultura que habría de definirme como ser social.
Regresé, casi a fin de sus días, a estar cerca de mis abuelas, de entender esa pasión derramada en servir a los suyos, a su familia, cada vez que fuera posible; en el hecho de satisfacer los gustos culinarios —bien fueran personales o colectivos—, siempre que fuera posible. Había mucha cultura espontánea unas veces, meditada otras, en cada dulce que preparaban; en el modo de hacer los frijoles negros o simplemente de endulzar el café. Eso no está reflejado en ninguno de los manuales, ensayos o grandes descripciones literarias que había leído. Cada abuela, cada tía tiene su propia versión del mismo dulce; su camino a Santiago muy propio. Esa particularidad es la que nos hace crecer culturalmente, lo aprendí con el paso del tiempo en el mismo instante en que decidí ser más independiente de lo que hasta ese momento era.
Aprendí, igualmente, aquel enfoque cultural de las charlas de mis abuelos, café y tabaco por medio; que en ocasiones era sustituido por un largo trago de aguardiente; donde pasaban revista a la vida, a las lecturas que habían hecho o simplemente organizaban el futuro de sus nietos y corregían atinadamente el presente de sus hijos. Estaba también ese largo silencio cuando escuchaban esa música que les había definido; canciones que murmuraban cual rezo merecido.
Crecí más allá de la adolescencia. Necesitaba nuevos paradigmas culturales, y uno de ellos fue entender como amar mujeres hermosas y seducirlas con aquellos poemas que algunos llamaban cursis pero que la radio me hizo aprender. No escribí ni poemas, ni cartas de amor; pero regalaba flores; lo mismo habían hecho mis abuelos y dicen que mi padre. Era una forma de cultura que debía trasmitir a mis hijos.
Coincidentemente en esos mismos tiempos recordaba algunas máximas aprendidas en la infancia en la casa materna; máximas que eran comunes a la familia de mis amigos. Temas como el respeto a lo ajeno; la honestidad y el asumir la culpa de ser honesto si fuera necesario ante lo injusto o la maldad eran parte de esa cultura de ser un buen cubano.
Todo indicaba que ya estaba listo para la vida. Tenía estudios, valores y era capaz de recitar poemas de memoria. Ahora debía vivir.
Confieso que he vivido. Que con el paso de los años descubrí que la cultura cubana, mi cultura, va más allá de una fecha. Es un acto de fe y de vida. Debe ser por esa razón que el día 20 de octubre, mientras recuerdo aquella leyenda de don Perucho Figueredo escribiendo sobre el lomo de su caballo las estrofas de ese himno que me ha acompañado toda la vida, es el fin y comienzo de un ciclo vital que siempre se renueva y en el que se agolpan los recuerdos y los nombres de aquellos que poco a poco me fueron haciendo un hombre mejor.
Un buen cubano orgulloso de su cultura. Así lo afirmo.

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