La fortuna de Pepe Reyes


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Ha muerto José Reyes Fortún en La Habana, víspera del comienzo de la primavera. Desde hacía algún tiempo ciertas dolencias le laceraban el cuerpo, pero no llegaban a calar en su voluntad de trabajar y pensar la música cubana, y mucho menos en su locuacidad. Seguía siendo un gran conversador, solo que ahora nuestros encuentros se reducían a largas llamadas telefónicas que se fueron haciendo esporádicas y cada vez más breves en la medida que la enfermedad le cercaba.

Solo que la enfermedad y la misma muerte ignoraron que Pepe Reyes ─así se le conoció siempre─ era un guerrero infatigable.

Nuestro primer encuentro, o al menos como nos conocimos, se remonta a los años ochenta del pasado siglo. Fue en el Seminario de Música Popular y “el introductor de embajadores” fue el músico, investigador y compositor Norberto Shang, que en ese entonces formaba parte de aquel heterogéneo grupo de personas que había nucleado Odilio Urfé a su alrededor y a los que dispensaba un trato paternal.

Pepe, Jesús Gómez Cairo, Shang y Jesús Blanco eran “los mosqueteros” a los que siempre estaba retando Odilio cuando organizaba aquellas charlas matutinas en las que desataba la polémica sobre los diversos hechos históricos y acontecimientos relevantes de la música cubana.

Ciertamente cada uno tenía sus áreas de especialización. Pepe Reyes era “el hombre de los discos; Jesús el hombre de los septetos y el llamado son habanero ─categoría que por ese entonces provocaba enconadas disputas con otros miembros del cuerpo de estudiosos de la música cubana que no militaban con Odilio; Gómez Cairo el que asimilaba los estudios de Odilio acerca del Himno y ciertas luces de la música cubana del siglo XIX; y Shang el que se estaba acercando a los fenómenos y acontecimientos posteriores a los años cincuenta.

A todos les unía la voluntad de fortalecer los estudios acerca de la música cubana escudriñando en sus raíces y figuras sin importar o no su nombre y relevancia; a pesar de que tenían formación musical muy distinta.

Pepe conocía a todos los vendedores de discos de La Habana. Eso era un hecho que se podía notar a simple vista. En su mesa de trabajo y archivero ─por cierto, con un nivel de organización impecable que contrastaba con ciertas zonas del Seminario en que amontonaban cajas con apuntes, copias de artículos o simplemente recortes de periódicos o revistas de distintos orígenes y procedencias─, había lo mismo recados dejados por algún informante cercano o pequeñas notas con la dirección de alguna persona dispuesta a vender o canjear discos. Y en una mesa de aquellas que llamaban “satélite” siempre había algún que otro disco, debidamente protegido y con una nota de papel especificando su origen.

Cierta mañana, me parece estar viviéndolo ahora mismo, cometí la osadía de tocar uno de sus discos; me había llamado la atención su portada. Era una colección de danzones grabados que fueron populares en México entre los años treinta y cincuenta que había recopilado un equipo de estudiosos de la UNAM. El disco estaba dirigido a Odilio que sin quitarle el nylon que lo protegía lo había colocado en su mesa de trabajo.

Pepe, ni corto ni perezoso, me dirigió un fuerte regaño a pesar de que aceptó mis disculpas. La vergüenza fue tal que estuve unas dos semanas sin visitar el Seminario ─estaba en pleno proceso de formación empírica en cuanto a entender la historia de la música cubana─, hasta que cierta tarde coincidimos en el bar Hurón Azul de la Uneac.

Pepe estaba sentado con algunos conocidos, entre ellos Helio Orovio, cuando al notar mi presencia se dirigió a mi para presentarme sus disculpas por “el exabrupto” e invitarme a escuchar el disco al día siguiente en el Seminario. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al encontrarnos me obsequió el disco con una dedicatoria.

Desde aquel momento entré en el circulo de los que podían sentarse en su mesa de trabajo si no encontraba espacio para leer.

Con el paso de los años descubrí que aquella dureza de carácter no era otra cosa que una forma de disciplina profesional y personal. Un hábito que compartía con Jesús Blanco, que era además su ecobio y fraterno por ser miembros de la misma logia masónica.

Mi relación con el Seminario se fue debilitando con el paso del tiempo y la muerte de Odilio dispersó a muchos de los que allí trabajaban, por lo que nos distanciamos por un tiempo hasta que fundamos la revista Salsa Cubana a fines del año 1996 y entre los llamados a ser parte de sus consultores y colaboradores estrellas estaban Pepe Reyes, Jesús Blanco y el mismísimo Gómez Cairo, que en ese momento había sido designado vicepresidente del Instituto Cubano de la Música y director del Museo Nacional de la Música.

Su libro Un siglo de discografía cubana, es uno de sus significativos aportes a la historia músical de la Isla. Foto: Tomada de CIDMUC

Pepe Reyes se volvió una parte fundamental de aquellas largas charlas que teníamos sobre la música cubana en las distintas sedes que tuvimos, sobre todo en la que estaba en la librería Cervantes, en la misma entrada de la calle Obispo. Estaba cerca de su casa del Museo, que era donde trabajaba.

Pepe era un polemista por excelencia y lo demostraba siempre que le era posible, sobre todo cuando se trataba de la discografía cubana. Su agudeza era tal que pocas veces se podía encontrar una fisura en alguno de sus argumentos. Sin embargo, era incapaz de herir a sus oponentes, a los que siempre dispensaba un apretón de manos al final del lance. Me consta.

Un buen día del año 1999 me vi cruzando las puertas de una logia masónica. Era el día que me iniciaría en esa fraternidad. Había sido recomendado para ser parte de esa institución por el que en ese entonces era el comercial de la revista. Me enfrentaba a un nuevo momento en mi vida y mi sorpresa fue inexplicable cuando entre los presentes estaban Pepe Reyes ─que era el Venerable Maestro de la misma─, Jesús Blanco y el trovador Alberto Tosca.

Aquel vínculo, el fraternal, nos acercó mucho más. Entonces descubrí una faceta de su personalidad que ignoraba: su capacidad para la oratoria como formador de hombres. Sus charlas, lo mismo que la de Jesús Blanco, eran verdaderos tratados de cultura ─curiosamente no hablaba de música─ que enriquecían al conjunto de los hermanos.

Fue él quien me propuso un buen día para que asumiera el cargo de orador de nuestra logia. Yo ignoraba que en ese momento se estaba trasladando a otra logia para estar más cerca de su casa; acepté el cargo gustoso.

El ser masón me dio una nueva perspectiva de su personalidad y me permitió entender mucho más su devoción por todo lo que hacía. En la logia presentó algunos de sus libros y donó ejemplares para que sus hermanos se cultivaran; pero también sufrió las incomprensiones de algunos de ellos por su carácter; aún así se le consideraba un hombre íntegro.

La última de nuestras conversaciones, muy corta, fue tras el fallecimiento de nuestro común Gómez Cairo, “nos estamos apagando ─me dijo─, debemos acelerar nuestros trabajos para proteger el más grande nuestros patrimonios culturales, la música… ah, y por cierto, me gustó tu libro…”

Nos quedó pendiente una entrevista que estuvimos años organizando. Entrevista que pactamos una noche al terminar la sesión de nuestra logia. Ese día había disertado sobre el futuro de la música cubana, fue ─según recuerdo─ días después de la partida de su ecobio y fraterno Jesús Blanco.

Ese día decidió quedarse a “la otra sesión” que solemos hacer los hermanos una vez terminados los trabajos. Estaba feliz y abrazó a muchos hermanos presentes, incluso aquellos con los que no compartía puntos de vista.

Ha comenzado la primavera una vez más. Ha muerto Pepe Reyes. En su memoria he vuelto a escuchar danzones, los danzones de ese disco que me acercó a su personalidad y a su amistad hace ya casi cuarenta años.

Descanse en paz Venerable Hermano, fue una fortuna haberle conocido.

 


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