La Habana desde mi altura


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Se ha preguntado usted alguna vez cuál es el lugar perfecto para admirar las bellezas de la ciudad de La Habana. El asunto se las trae. Sobre todo, cuando uno se encuentra con habitantes que conocen determinados lugares de la ciudad que muchos ignoran y que ofrecen una panorámica de la ciudad increíble. También están aquellos que la miran desde su lugar favorito.

Cada habanero, sea originario, importando o “pichón de primera generación” --como se le llama a los que nacen aquí accidentalmente y se quedan después con el trauma de no vivir en ella--tiene su propio punto de observación desde el que disfruta la ciudad; y muchas veces ese lugar preferido se vincula al barrio o municipio en que se vive. Y algo a considerar es la altura en que se sitúan el barrio o el punto de observación.

Por norma general hay dos lugares en los que indiscutiblemente se observa casi toda la ciudad desde una altura privilegiada. Son estos el restaurante La Torre situado en el piso 30 del edificio FOCSA y el mirador del monumento a José Martí, situado en la Plaza de la Revolución. Este último punto de observación no es tan abierto como los ventanales del FOCSA.

También el cabaret Turquino del Hotel Habana Libre ofrece una vista encantadora de la ciudad, solo que desde un piso 25, aunque por estar situada la edificación en la punta de una loma, se tiene la sensación de estar cinco pisos más arriba.

El edificio Someillan, la torre más alta, y sus similares situados en la calle línea o en el cruce con la calle Calzada, que también se elevan unos 30 pisos se tiene una vista de la ciudad encantadora. Sobre todo, ese tramo que cubre el malecón, la entrada del puerto y la zona oeste de la misma. Algo similar ocurre desde la azotea del Templo Nacional Masónico que también regala una excelente vista de la ciudad.

La Habana también es admirable desde el lado opuesto de la bahía. Posiblemente la mejor vista sea desde la explanada que ocupa la escultura del Cristo de la Habana o si se quiere mirar más hacía sus plantas puede ser desde el espacio que ocupa el restaurante La Divina Pastora; y qué decir desde los muros del Morro o la Cabaña.

Muchos habaneros abrazamos aquel sueño del Historiador de la Ciudad de poder admirarla desde un “mirador que se establecería en la cúpula del Capitolio Nacional”; lo cierto es que el reino de las ideas superó a una realidad con la que nunca contamos y se nos vedó la posibilidad de poder gozar esa vista.

Sin embargo; hay otros lugares alejados del centro desde los que La Habana se muestra sin afeites. Uno de ellos y que pocos conocen es desde el cruce de las avenidas Acosta y Porvenir, en la barriada de Lawton. Ese punto ofrece una de las vistas más hermosas, que llega hasta el poblado de Regla; y se vuelve alucinante sobre todo en la noche cuando se pueden ver los matices lumínicos de la ciudad.

Pero ese no es el único sitio privilegiado de esta barriada habanera. Si uno se adentra en ella, sobre todo en la parte posterior de lo que fuera en su momento la nueva versión del Convento de Santa Clara –con el que se trato de calmar los ánimos de aquellos que integraron el hoy olvidado Grupo Minorista y que protagonizaron la Protesta de los trece—se repite casi la misma vista de la ciudad, sólo que con otros matices, pues aparecen ante los ojos del observador el Castillo de Atares y las cúpulas de la antigua Terminal de Ferrocarriles de la Habana.

Ahora se nos anuncia que pronto habrá un nuevo sitio que desde su altura ofrecerá una hermosa vista de la Habana “en lo que constituye una experiencia única”. La frase está pensada para turistas y es válida; sólo que los turistas no la podrán ver desde La Loma del burro o desde Acosta y Porvenir.

En lo personal he descubierto un nuevo punto de observación para entender y disfrutar la ciudad. Se trata del sillón de limpiabotas.

Curiosamente hay en la ciudad, en el cruce de las calles Monte y Cárdenas un sillón de limpiabotas en el que generalmente hay al menos de tres a cinco viandantes esperando su turno para lustrar sus zapatos. Resulta sorprendente la existencia de un limpiabotas en estos tiempos en que el calzado de moda, el extendido, el preferido es de carácter deportivo con sus diversos diseños, marcas y paleta de colores que van desde los discretos hasta las más extravagantes y chillonas combinaciones a las que únicamente falta agregar muchas lentejuelas.

Picho, así llaman todos a este resiliente de la modernidad, estudió y ejerció por años la carrera de ingeniera eléctrica; pero fue un hombre de faena y uno de sus primeros trabajos siendo niño fue tener un sillón de limpiabotas en ese mismo lugar. Sillón que compartía con su padre y uno de sus tíos que alternaban el arte del lustrado con el trabajo de ser “caballos del puerto”.

Pero lo mejor de Picho, lo que lo hace un ser único, es el regreso a la confianza con el cliente.

Desde hace unos meses soy parte de su clientela habitual; es a la que dice “ven el miércoles sobre el mediodía”; es decir esa asignación de tiempo va más allá del acto de dar brillo al calzado; implica un rito social que pasa por establecer una larga e interesante conversación sobre los temas más variados.

Con cada untada de betún, Picho es capaz de hacerte entender asuntos de política internacional, solucionar una ecuación de segundo grado y hacerte volar hasta el fascinante mundo de la literatura cubana y universal. Para cada cliente VIP siempre tiene un tema de interés. Ese grupo de elegidos disfruta además de una taza de café que sirve en un jarro de aluminio que alguna vez tuvo un esmalte rojo en sus bordes superiores.

Pero lo más importante de ser amigo de Picho, de ser su cliente, es el dominio que tiene de la ciudad un hombre que a los noventa años se mantiene activo, vital. Él ha vivido en muchos de los barrios y solares de Jesús María, de Atarés, del Cerro y de Cayo Hueso; hasta que se hizo de un apartamento en el Vedado, pero se sentía incómodo, asfixiado ante la ausencia de bullicio y regresó junto a su negra para la Habana Vieja. Este relato es su carta de presentación.

Picho sabe describir la vida y milagro de ciertas calles de la ciudad, de algunos de sus personajes y hasta alimenta la leyenda de muchos de sus conocidos cuyo nombre o leyenda ha quedado en el imaginario colectivo de cada barrio habanero y que rara vez trascienden a los libros o las historias de las que se apropian los medios masivos.

Este miércoles, víspera del aniversario de la ciudad, fue mi cita semanal con Picho. Confieso que no la necesitaba, tengo todos mis zapatos tan lustrados como nunca antes hubiera imaginado; pero uno crea de modo inconsciente cierta adicción a su compañía; no se trata de la suma que cobra –de por sí simbólica--; pero no me negué a sentarme en su modesto sillón y dejarle reforzar el brillo de mis zapatos.

Sólo que no hubo sesión de limpieza, nada de pasar la gamuza o cepillar la piel de los zapatos. Picho nos llevó a mirar la ciudad, hablo en plural por qué éramos cinco personas; cinco de sus clientes elegidos; cinco hombres que nunca antes nos habíamos visto la cara.

El hombre vestía sus mejores galas y nos condujo hasta una vieja casona en la calle Vives y tras subir unos cuatro pisos que valen por seis llegamos a una azotea desde la que se ven ciertos secretos de la ciudad, ciertos olores se nos hacen visibles; aunque  no mira al mar. Su vista es hacia el interior de la misma.

Estábamos en el refugio de Picho, su casa. Ese templo al que da acceso a muy pocos; lugar en el que en una de sus paredes tiene pegadas viejas postales de la ciudad, mapas antiguos de la misma y una larga colección de fotos tomadas en el Parque Central por aquellos fotógrafos ambulantes que hoy nadie recuerda.

Yo no doy la vuelta a la ceiba --nos dijo mientras servía una ronda de aguardiente a nosotros, sus invitados, en una colección de jarros de aluminio que alguna vez fueron esmaltados en rojo en su borde superior-- prefiero encender una vela a la ciudad y esperar que ese viento que viene de sus barrios la apague… así sé que la ciudad está viva.

Entonces entendí que la Habana es una para cada uno de sus habitantes y que la vista perfecta para observarla está en ese lugar que cada quien prefiera. En estos tiempos me reconforta el sillón del limpiabotas y como punto de observación  disfrutarla.

 

 

 

 

 


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