Perfiles de barrio: Zoyla


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En el entramado social de un barrio, de una ciudad, de todo un país, puede distinguirse la impronta que van dejando los habitantes con sus múltiples individualidades en el andar cotidiano. Cada uno de ellos marca con sus acciones y su espíritu, una pequeña huella, a veces para bien, otras no tanto.

Hay en mi barrio una querida vecina llamada Zoyla, la abuelita de Salomé y Salé, quien sí sabe que cada uno de nosotros es todo un Universo.  Y sabe cuánto importa ser bueno, algo siempre se salva. Cuando la miras mientras trae el café, que no falta en las visitas, olvidas sus manos un poco temblorosas porque te da sonrisa y cariño.

Mujer discreta y sencilla como apenas hay, nunca cuenta de sí misma, salvo ante nuestra insistencia. Así supimos que estuvo vinculada gran parte de su vida al mundo de la cultura en las labores casi anónimas de un Taller de Vestuario.  Un destello de luz pasa por sus ojos y se entusiasma al recordar aquellos tiempos en su taller de la fantasía, de la creación artesanal. Muchos desconocen que en ese espacio es donde se produce la magia que luego disfrutamos en la visualidad de la escena. Ese lugar hoy es Tecnoescena. Y para los que aprecian las acciones invisibles que siempre están detrás de los grandes acontecimientos, saben que es una labor importantísima la que se realiza allí. ¿Qué sería de Tropicana sin los adornos vistosos de los bailarines?, ¿o los trajes de reyes, hadas y duendes?, ¿o del zurrón de Meñique?, ¿o las zapatillas, túnicos, sombreros, flores que aparecen en los escenarios, en el cine, en la televisión? Todo ello y más, a lo largo de treinta años, pasó por sus manos.

Zoyla fue de las que aprendió a coser a los catorce años, cuando para las mujeres ello tenía un valor trascendental.  Fue una niña pobre que vivía con su abuela, pues creció huérfana de padre y madre. Tuvo que enfrentar muchas vicisitudes desde muy pequeña, que casi parece decirse fácil. Por eso le gusta aseverar “el que se pierde en la vida, es porque quiere”. Gracias a sus costuras pudieron sobrevivir allá en su pueblo Alacranes, pues no pudo estudiar más allá del sexto grado hasta después de la Revolución.

Años después, La Habana le acogió al casarse y consiguió empleo bordando para las grandes tiendas como Flogar y Fin de Siglo. Recuerda nostálgica las hermosas vidrieras y los anuncios lumínicos. Mas nos cuenta también de los contrastes entre esas cosas y los sufrimientos por abusos, injusticias, las diferencias de clases y la humillación de los pobres. Por eso comenzó a recoger medicinas para enviar a los barbudos en la Sierra Maestra, hacía tamales y los vendía recaudando fondos para la causa. Cuenta entre nervios y orgullo, que un día estando enferma en cama, llegó la policía para un registro de rutina y justo en la puerta de su cuarto al verla tan menuda y pálida, “del susto más que todo” dieron la espalda y se fueron.  “Ahí me puse dichosísima, si me llegan a registrar, encontraban en el escaparate las proclamas y bonos que tenía escondidos…, pero recuerdo esos tiempos con mucho cariño”.

Y más de sus recuerdos de siete décadas, continúan desbordando la tarde: “…el triunfo de la Revolución que ni se dormía,… los trabajos voluntarios - …cuando se construía el Ameijeiras,…los camiones...”. Y también cuidar a sus hijos, encaminarlos, todos dedicados a los estudios universitarios: Maribel, Milagros y Mario, el que estudió en la Escuela de Camilitos y se hizo militar. A sus hijas enseñó el encanto de la costura… aunque a veces duele la espalda.  Y ese talento creativo también sigue en las nietas que andan en las manualidades: cosiendo y bordando, tejiendo o actuando, o bailando.  En ese ir y venir de la herencia entre los genes y la fuerza del ejemplo.

Zoyla asiste en ocasiones a la Casa de los abuelos porque es bueno compartir. Allí, creó su taller de costura para dar utilidad al tiempo de todas las abuelitas y crea mesitas de atrezzo con materiales reciclables, tapices decorados y miles de tareas creativas manuales. Así, asistiendo a todos como las abuelas de los cuentos. Porque Zoyla siempre habla de que hay que ayudar a que la humanidad sea mejor, mientras somos mejores unos con los otros.

A Zoyla no le gusta retratarse de tan modesta y sencilla. Casi sin querer cuenta que en su boda no salió hasta que no se fue el fotógrafo. Hoy ha accedido a retratarse, solo porque sabe que en su memoria también va un legado.

Zoyla a veces se pone triste con el recuerdo de los que ya no están. Los que la queremos, que somos muchos, la protegemos de ese dolor porque ella apenas reconoce cuánta bondad y cuánta alegría ha dado en el mundo. Cuántos momentos mágicos ha hecho vivir a los espectadores que han aplaudido hasta el cansancio un espectáculo en el que sus manos han aportado. Cuánto amor ha desplegado en su familia, cuanta solidaridad con sus vecinos, cuánta dedicación al círculo de abuelos, cuánta humildad ante sus hermanos de la iglesia. Cuánto contribuyó a la causa de la Revolución, con sus labores, su palabra, su amor por Cuba. Cuánta belleza y patriotismo en esas blancas mariposas que confeccionó para que los niños del Grupo Fragua llevaran su flor nacional y sus guayaberas a representar a Cuba en un festival de teatro en Canadá. Esa es Zoyla, una matancera que hoy vive en Santa Fe, una buenaza de las buenas y por sobre todas las cosas, una cubana de los pies a la cabeza.

Y así va, calladita por el mundo, sin querer más patrimonio que el que ya tiene, el cariño de su familia y de todos los que la conocen.

Así van las personas, con aportes grandes o pequeños dentro del universo de seres que poblamos un barrio, una ciudad, un país. Luego, el aprender a reconocerlas y valorarlas, es deber y virtud de cada quien, pues como dijo Martí, “Honrar, honra”.


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