Martí frente a la rebeldía de papel


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Se la comió Cattelan, resumimos en buen cubano al hablar de lo sucedido en Art Basel, ante el guion desarrollado por los que nos (im)presionan en/con la “sociedad del espectáculo”. El Comediante es un fast-made —con el que participó el italiano mejor cotizado en el mercado del arte— que se tragó el trabajo, el talento y la experticia conseguida con mucho esfuerzo por el resto de los artistas presentes en la feria. Llevó, hasta el límite de la burla, la moral de los que acuñan con su poder de compra, cuál objeto es arte y cuál no. Fue hasta la provocación, que no es un punto de inflexión. Hasta una crítica epidérmica del capitalismo que no es (r)evolución salvadora.

Fast-made es un término que me invento para diferenciar a El Comediante del ready made duchampiano. Porque todavía quedaba metier en La Fuente del francés; había, en principio, un diseño y la reproducción industrial de un primer prototipo hecho artesanalmente. Sin pretenderlo (y sin que se notase), se re-colocaban en una institución artística legitimadora, oficios como el de artesano y fundidor relegados antes a un estatus inferior como los de impresor, jardinero, joyero… Distinción determinada por el poder (de los mecenas) y un detalle simbólico que hoy ha acrecentado su violencia, la firma del artista.

  

Todavía las cajas de jabón Brillo de Andy Warhol eran reproducciones de las cajas reales, 24 bloques de madera con las ilustraciones estampadas por medio de serigrafía. En el objeto de Maurizio Cattelan, el oficio y el trabajo quedaron reducidos al mínimo: el grosor x el ancho x el largo de la cinta adhesiva. Pero no fue su pegamento el que la sostuvo en una galería —y fuera de ella como mercancía de 120 000 dólares: Fue el soft power de los medios y de los coleccionistas de arte, el interés económico del dueño de la galería y del provocador italiano, la incertidumbre asentada como pregunta: “¿Qué es arte?”. Todo elevado al cuadrado con el happening de David Datuna, que peló la banana y … se la comió.

Manifestaciones de la postmodernidad, soporte cultural que le da sustento y sentido al neoliberalismo. Ese instrumento de dominación de la clase que se distingue de los “pobres de la tierra”, entre otros concentrados simbólicos, por las obras de arte que colecciona, por el valor de las firmas que atesora. O, como en este caso, por los papeles acuñados que acumulan, los certificados que los acreditan como dueños de una provocación.

Una provocación presentada como “rebeldía” y una rebeldía instrumentalizada por el marketing. Efectismo para llamar la atención y el interés. Para posicionar una marca (firma) y elevar el valor de cambio de la mercancía (obra de arte). Es la proyección en el mundo del arte de las reglas “normalizadas” por el juego neoliberal. Un juego encantador y adictivo, una cadena infinita de deseo-insatisfacción-deseo. El homo-consumptor —el hombre consumidor de su propio consumo— demostrando su “condición postmoderna”, hedonista y narcisista.

Como parte de esas operaciones de mercadeo, en repetidas ocasiones Cattelan ha anunciado su retiro del arte. Y reaparece, más cotizado aún, con un nuevo proyecto expositivo. La última vez, tras cinco años de ausencia, presentó su América en el Museo Solomon R. Guggenheim. Una taza de baño de 18 quilates de oro macizo, presentado como obra de “naturaleza colaborativa”, pues invitaba a los espectadores a hacer uso de la instalación, de forma individual y privada; una experiencia única, “de intimidad única con una obra de arte”. Orinar o defecar como lo haría un rico, sentirse rico por unos minutos.

En septiembre del 2010, L.O.V.E., una escultura de 11 metros de Cattelan, fue colocada en un pilar enorme frente a la sede de la histórica Bolsa de valores de Milán, ciudad considerada el tercer mayor mercado para el arte contemporáneo, después de Nueva York y Londres. Se trata de una mano con el dedo del corazón extendido hacia el cielo y los otros dedos cortados. Muchos la interpretaron como una protesta contra el sistema financiero. Aunque el propio escultor aclaró que la obra representa más un acto de amor que una declaración sobre el mundo financiero. “Es principalmente sobre la imaginación”, dijo, además de explicar que su mensaje iba en contra de las ideologías. En la misma cuerda del Fukuyama del “fin de la historia” y el de "crear una verdadera cultura universal de consumo, que es ya el símbolo y el basamento del estado homogéneo universal".

                      

En el verano del 2019, intereses capitalistas convirtieron a L.O.V.E. en la mano de uno de los atracadores de la popular serie española La casa de papel, la de un encapuchado gigante con la máscara de Dalí. La Piazza Affari fue escogida por Publicis Milán para realizar una masiva acción de marketing: promocionar la 3ra. temporada, producida en sus primeras entregas por uno de los conglomerados mediáticos más grandes de España, Atresmedia, y capitalizada ahora por el imperio cultural de Netflix.

En la serie ocurren robos que no lo son. “No robaremos a nadie, imprimiremos nuestro propio dinero”, trata de convencernos El Profesor, como hizo con los atracadores de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de España. Pero, ¿no roban experticia y sudor, tiempo de descanso y libertad a los secuestrados? ¿Las máquinas impresoras, la electricidad, el papel y la tinta no tienen costos, valores creados por otros trabajadores? Se presentan como nuevos Robin Hood, aunque nunca se les vea repartir nada a los pobres.

Solo en la tercera temporada, para provocar caos en la ciudad y aprovecharlo para su segundo atraco, se ve a algunos españoles —y no precisamente los más necesitados— beneficiarse con parte de los 2 400 millones de euros que robaron antes. Para Martí, a propósito, no hay sujetos “más despreciables que los que se valen de las convulsiones públicas para servir, como coqueta, su fama personal o adelantar, como jugadores, su interés privado”. Con el segundo atraco, la “resistencia” se convierte en “venganza” y se carga de odios la “guerra contra el sistema”.

Berlín, el sargento al mando de los atracadores, parece concebido para representar los totalitarismos. Pero su comportamiento y perfil psicológico, para beneficio de la oligarquía española y mundial, provoca “la ruptura total de un sentido lógico en los oyentes y eventualmente el colapso de cualquier significado que la idea de verdad pueda tener para ellos” —como advertía Theodor Adorno desde 1943—. “Estamos descolocando al espectador moralmente. No sabe si Berlín es un tipo al que hay que odiar, es realmente misógino, despreciable, cruel, y luego lo adoras. Estamos cambiando el foco moral y manipulando al espectador, y creo que al espectador le gusta que hagamos eso”, confiesa públicamente el creador de la serie, Álex Pina.

El personaje encarnado por Pedro Alonso es “narcisista, egocéntrico, con delirios de grandeza; muestra una absoluta falta de empatía; es un excéntrico con tendencia a la megalomanía, lo que le impide diferenciar el mal del bien (...). Tiene una necesidad patológica de causar una gran impresión, sobre todo ante desconocidos”, comenta un oficial, mientras se ve a Berlín en pose demagógica, como en un mitin sindical, infundiéndoles miedo a los secuestrados y reconociendo a los mejores trabajadores. Es un enfermo terminal, no tiene futuro. Y por el gran sentido del honor —es lo único positivo que le achaca la policía—, decide al final de la segunda temporada, “sacrificarse” por todos entonando Bella Ciao.

La canción de los partisanos italianos, convertida en himno de la banda, no es el único símbolo de la izquierda tradicional con la que arropan a los ladronzuelos, “la resistencia”, como se autotitulan. También el mono rojo, la reiterada alusión al 15M de Madrid, y otras más sutiles, como el cumpleaños de Moscú el 1 de mayo. La máscara de Dalí es clara recreación de las estilizadas máscaras del revolucionario británico del siglo XVII Guy Fawkes, popularizadas en los cómics de V de Vendetta, escritos por Alan Moore e ilustrados por David Lloyd. Las dos máscaras comparten el universalizador anonimato y la invitación a “todos podemos ser él”, manifestadas desde el 2006 en buena parte del mundo indignado. Otra cooptación simbólica de las industrias del “montaje maquínico”; lo contestatario manipulado como gancho.

“Berlín camina hacia la muerte como una mosca hacia el fuego”, describe el propio actor el final de su personaje. Es el pasaje hacia otro significado del “morir con dignidad”, se pretende así banalizar y arrastrar hacia el fango desmovilizador conceptos como “el honor”, “el desinterés” y “el sacrificio”, tan caros en el pensar y actuar del Héroe de Dos Ríos.

    

Por si fuera poco, en una de las escenas de la tercera temporada, el ladrón de guante blanco se acerca a un tocadiscos y reproduce la versión de Julián Orbón de la La Guantanamera, interpretada por Compay Segundo. Ante El Profesor, empieza a entonarla, rapta un verso y agrega: “Bajo el sol, hermanito. Yo quiero morir en una playa. Quiero que cuando el juez venga a levantar mi cadáver diga: ¡qué cabrón!”. ¡Qué distintas motivaciones a las del autor de Versos sencillos: “aquel invierno de angustia, en que, por ignorancia, o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos”!

Son los atracos simbólicos de la postmodernidad. Expresiones de esa “moda retro”, de esa “cultura de la nostalgia”, con la que se intenta “estabilizar el presente inmunizándolo contra el futuro”. Que, como apunta el intelectual venezolano Luis Brito, tiene entre sus cometidos capitales: “la muerte de las ideologías, la descalificación a toda lealtad y la relativización de todo código”. La dilución intencional de cualquier iniciativa colectiva de transformación; de los referentes antifascistas y plebeyos de Bella Ciao, del patriotismo y humanismo de aquellos versos martianos embebidos en la cubanía de La Guantanamera.

La casa de papel es un eficaz instrumento ideológico, entre los productos más refinados de las industrias culturales hegemónicas. Trastoca no pocos sentidos al proyectar “la resistencia” en los espejos narcisistas del homo selfies, en los códigos postmodernos de “el cambio está en mí”, “la prioridad soy yo”. Los intereses de la banda son meros pretextos para conseguir las ambiciones individuales. Descafeiniza la rebeldía y nos vende una falsa, de papel, que no cambia sino las circunstancias individuales de sujetos excluidos, que “atacan” al sistema para instaurarse en él, de la única forma posible, siendo ricos.

Trabaja con (y asienta) un nuevo paradigma cultural, con la fragmentación desideologizante de la cultura de masas. La ponderación de lo utilitario y comercial sobre lo virtuoso, del interés sobre el desinterés, de lo accidental sobre lo esencial. La apropiación ecléctica de los símbolos del pasado, la aniquilación de los metarrelatos emancipadores. La suplantación de los grandes héroes históricos por superhéroes de comics; concebidos como los de Marvel, aunque con más “claroscuros” en sus caracterizaciones y una reconocible marca latina (como Elena de Avalor), pero sin solución nuestramericana.

Con el mercado como eje, se yergue un sistema de influencias ingenierilmente orquestado, que diluye certezas y extravía las contradicciones centrales, para que las reflexiones no conduzcan hacia el real conflicto, ni las indignaciones lleguen al río de las revoluciones. Que todos se “rebelen” contra todas las verdades y para el bien de nadie (pobre y prescindible). Revelándose, sí, una iconoclastia compulsiva. Los héroes desmontados del pedestal del ejemplo. Una sojuzgante maquinaria, de pantallas lisas y brillantes, produce y reproduce aspirantes a ricos, anticomunistas y pobres de derecha, mercenarios o voluntarios. Con etiquetas mediáticas como “Libertarios”, “Guerreros de Franela”, “Rebeldes Venezolanos”, “Resistencia Nica” o “Clandestinos”. Que reciclan la iconografía de los comics, como vimos durante las campañas de odio en Venezuela y más recientemente en el ciberespacio cubano, precisamente contra Martí y su ideario.

Ese es uno de los mayores poderes del capitalismo, al decir de Jean-François Lyotard, “desrealizar los objetos habituales, los papeles de la vida social y las instituciones”. Instaurar lo que él llamó “diferendo”, una heterogeneidad insalvable, en la que no exista un tipo de discurso común al que puedan traducirse los demás. Un relativismo extremo que socava las verdades comunes y toda autoridad intelectual. La historia reducida a materia prima para la industria de la nostalgia.

Revolucionario será, en tal campo de disputa, defender la “contingencia incontrolable de la escritura”, los nichos de significados no estandarizados por las industrias del showbusiness, los discursos rebeldes de los “hombres soles” y del arte de vanguardia, con su “arañar en las entrañas de lo establecido” y lo normalizado por el Hegemón. El arte, cual lo asumiera el rebelde Martí, como “el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad, y de ponerlo a la vez, de manera que perdure y centellee en las mentes, y en los corazones”, como “protesta de la luz” y “acto de rebelión del alma fina contra la existencia grotesca, bestial, insípida…”.

 


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